LOS PIES DE PEDRO
Entre
las varias cosas importantes que emergen hoy en la conciencia cristiana, está
la convicción de que los pies de los
pobres son la meta de cualquier camino espiritual serio.
Vamos
entendiendo que cuando Jesús se inclinó delante de sus discípulos, más que
darnos un buen ejemplo de humildad quería, sobre todo, indicarnos, hacia qué basílicas deberíamos orientar
nuestras peregrinaciones.
Aunque,
en teoría, admitimos claramente la presencia privilegiada de Dios en el pobre,
nos cuesta mucho entender que los pies
de Pedro son el primer santuario ante el cual tenemos que caer de rodillas.
En términos de servicio, claro. No en
términos de homenaje, que de esto habría mucho que decir en
referencia “al pescador”. Así nos lo ha hecho entender Jesús: también Pedro es un pobre. Hoy más que
nunca. Es de los últimos de la clase. Pertenece a la clase de los últimos.
Acostumbrados a defender la tesis del
primado de Pedro, hemos perdido de vista que él es el jefe del “ultimado” de
los pobres, por los que Jesús manifestó siempre un amor
preferencial.
De hecho, aunque los acólitos le laven
ostentosamente las manos, los pies no hay nadie que se los lave.
¡Pobre Pedro! Tal vez está pagando
todavía aquella su inicial resistencia cuando le contestó al Maestro:
“Jamás me lavarás los pies”. Lo de Pedro quería ser una afectuosa protesta
dirigida a Jesús. Y se ha vuelto en amarga profecía dirigida al pueblo de sus
condiscípulos.
Les
digo esto, porque me temo que hoy a
Pedro se le quiere poco. Aunque en teoría no se discute su prestigio, en la
práctica no se recibe su palabra con la atención y obediencia que se merece
aquel que ha recibido de Cristo el cometido de confirmar a los hermanos en la
fe.
Dejémonos caer de una vez a los pies de
Pedro en señal de fidelidad. No para adorarlo como hizo el Centurión
Cornelio. Sino para lavárselos. Cansados como están, hoy, de tanto andar por
los caminos del mundo. ¡Que sientan la tibieza del agua y el calor de la
toalla!. ¡Quizás le demos nuevo vigor al repetirle con ternura las palabras de
Isaías: “Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz”.
Pidamos por él,
como ocurría entonces cuando estaba “detenido en la cárcel y una plegaria subía
incesantemente a Dios, desde la Iglesia, implorando por él”.
Estemos
cerca de este hermano último que, quizás, necesite más que nadie nuestra
caridad.
Mientras
cae el agua en la palangana, él va a
sentir nuestra estima y cercanía. A lo mejor nos dice, al oído, las
palabras de aquella noche a Jesús: “No sólo los pies, sino también las manos y
la cabeza”.