lunes, 29 de junio de 2015

SAN PEDRO Y SAN PABLO

Con el permiso, en el día de hoy, permítanme que les ponga un extracto de un retiro que me dieron sobre el lavatorio de los pies. En este caso, coloco lo que toca al lavatorio de Pedro.


LOS PIES DE PEDRO
Entre las varias cosas importantes que emergen hoy en la conciencia cristiana, está la convicción de que los pies de los pobres son la meta de cualquier camino espiritual serio.
Vamos entendiendo que cuando Jesús se inclinó delante de sus discípulos, más que darnos un buen ejemplo de humildad quería, sobre todo, indicarnos, hacia qué basílicas deberíamos orientar nuestras peregrinaciones.
Aunque, en teoría, admitimos claramente la presencia privilegiada de Dios en el pobre, nos cuesta mucho entender que los pies de Pedro son el primer santuario ante el cual tenemos que caer de rodillas.
En términos de servicio, claro. No en términos de homenaje, que de esto habría mucho que decir en referencia “al pescador”. Así nos lo ha hecho entender Jesús: también Pedro es un pobre. Hoy más que nunca. Es de los últimos de la clase. Pertenece a la clase de los últimos.
Acostumbrados a defender la tesis del primado de Pedro, hemos perdido de vista que él es el jefe del “ultimado” de los pobres, por los que Jesús manifestó siempre un amor preferencial.
De hecho, aunque los acólitos le laven ostentosamente las manos, los pies no hay nadie que se los lave. ¡Pobre Pedro! Tal vez está pagando todavía aquella su inicial resistencia cuando le contestó al Maestro: “Jamás me lavarás los pies”. Lo de Pedro quería ser una afectuosa protesta dirigida a Jesús. Y se ha vuelto en amarga profecía dirigida al pueblo de sus condiscípulos.
Les digo esto, porque me temo que hoy a Pedro se le quiere poco. Aunque en teoría no se discute su prestigio, en la práctica no se recibe su palabra con la atención y obediencia que se merece aquel que ha recibido de Cristo el cometido de confirmar a los hermanos en la fe.
Dejémonos caer de una vez a los pies de Pedro en señal de fidelidad. No para adorarlo como hizo el Centurión Cornelio. Sino para lavárselos. Cansados como están, hoy, de tanto andar por los caminos del mundo. ¡Que sientan la tibieza del agua y el calor de la toalla!. ¡Quizás le demos nuevo vigor al repetirle con ternura las palabras de Isaías: “Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz”.
Pidamos por él, como ocurría entonces cuando estaba “detenido en la cárcel y una plegaria subía incesantemente a Dios, desde la Iglesia, implorando por él”.
Estemos cerca de este hermano último que, quizás, necesite más que nadie nuestra caridad.

Mientras cae el agua en la palangana, él va a sentir nuestra estima y cercanía. A lo mejor nos dice, al oído, las palabras de aquella noche a Jesús: “No sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”.

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