martes, 4 de enero de 2022

HOMILÍA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Celebramos la Epifanía del Señor. Es decir, la manifestación a la humanidad. ¿Manifestación de qué?


¿Del poder de Dios?

¿De la belleza de Dios?

¿De la majestuosidad de Dios?

¿De la justicia de Dios?


Se ha manifestado la ternura de Dios.

Se ha manifestado el amor de Dios.

Se ha manifestado la cercanía de Dios.

Se ha manifestado la compasión de Dios.

Se ha manifestado la misericordia de Dios.

Se ha manifestado la fidelidad de Dios hacia el hombre.

Se ha manifestado que Dios siempre cumple sus promesas.

Se ha manifestado la elección de Dios al hombre.

Se ha manifestado la salvación de Dios.

Se ha manifestado DIOS.


Y, ¿qué hemos de hacer?


Adorarlo. (a partir de aquí, es casi todo de la homilía del Santo Padre en la misa del año pasado)


 Adorar al Señor no es fácil, no es un hecho inmediato: exige una cierta madurez espiritual, y es el punto de llegada de un camino interior, a veces largo. La actitud de adorar a Dios no es espontánea en nosotros. Sí, el ser humano necesita adorar, pero corre el riesgo de equivocar el objetivo. En efecto, si no adora a Dios adorará a los ídolos ―no existe un punto intermedio, o Dios o los ídolos; o diciéndolo con una frase de un escritor francés: “Quien no adora a Dios, adora al diablo” (Léon Bloy)―, y en vez de creyente se volverá idólatra.


De la liturgia de la Palabra de hoy entresacamos tres expresiones, que pueden ayudarnos a comprender mejor lo que significa ser adoradores del Señor. Estas expresiones son: “levantar la vista”, “ponerse en camino” y “ver”. Estas tres expresiones nos ayudarán a entender qué significa ser adoradores del Señor.


- Levantar la vista

La primera expresión, levantar la vista, nos la ofrece el profeta Isaías. Es una invitación a dejar de lado el cansancio y las quejas, a liberarse de la dictadura del propio yo. 

Para adorar al Señor es necesario ante todo “levantar la vista”, es decir, no dejarse atrapar por los fantasmas interiores que apagan la esperanza, y no hacer de los problemas y las dificultades el centro de nuestra existencia. Eso no significa que neguemos la realidad, fingiendo o creyendo que todo está bien. No. Se trata más bien de mirar de un modo nuevo los problemas y las angustias, sabiendo que el Señor conoce nuestras situaciones difíciles, escucha atentamente nuestras súplicas y no es indiferente a las lágrimas que derramamos.


- Ponerse en camino

La segunda expresión que nos puede ayudar es ponerse en camino. Antes de poder adorar al Niño nacido en Belén, los magos tuvieron que hacer un largo viaje.

El viaje implica siempre una trasformación, un cambio. Después del viaje ya no somos como antes. La vida siempre es cambio. Me preguntaron si las cosas volverían a ser como antes. ¡Claro que no! ¡Siempre ha sido así! La naturaleza, el hombre, la historia está en continuo cambio. En el que ha realizado un camino siempre hay algo nuevo.


El cambio consiste en que el hombre exterior se va desmoronando, mientras el hombre interior se renueva día a día, preparándose para adorar al Señor cada vez mejor. 

Desde este punto de vista, los fracasos, las crisis y los errores pueden ser experiencias instructivas. 

Además, con el paso del tiempo, las pruebas y las fatigas de la vida —vividas en la fe— contribuyen a purificar el corazón, a hacerlo más humilde y por tanto más dispuesto a abrirse a Dios. 

También los pecados, también la conciencia de ser pecadores, de descubrir cosas muy feas. “Sí, pero yo hice esto… cometí…” Si aceptas esto con fe y con arrepentimiento, con contrición, te ayudará a crecer. Dice Pablo que todo, todo, ayuda al crecimiento espiritual, al encuentro con Jesús; también los pecados, también. Y añade santo Tomás “Etiam mortalia”, aún los pecados más feos, los peores. Si tú lo afrontas con arrepentimiento, te ayudará en este viaje hacia el encuentro con el Señor y a adorarlo mejor.

No permitamos que los cansancios, las caídas y los fracasos nos empujen hacia el desaliento. Por el contrario, reconociéndolos con humildad, nos deben servir para avanzar hacia el Señor Jesús. La vida no es una demostración de habilidades, sino un viaje hacia Aquel que nos ama. No tenemos que andar enseñando en cada momento de la vida nuestra credencial de virtudes. Con humildad, debemos dirigirnos hacia el Señor. Mirando al Señor, encontraremos la fuerza para seguir adelante con alegría renovada.  


- Ver

Y llegamos a la tercera expresión: ver. El evangelista escribe: «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» 

Pero, de hecho, ¿qué fue lo que vieron? Vieron a un niño pobre con su madre. Y sin embargo estos sabios, llegados desde países lejanos, supieron trascender aquella escena tan humilde y corriente, reconociendo en aquel Niño la presencia de un soberano. Es decir, fueron capaces de “ver” más allá de la apariencia, más allá de lo visible. 

Este modo de “ver” que trasciende lo visible, hace que nosotros adoremos al Señor, a menudo escondido en las situaciones sencillas, en las personas humildes y marginales.

 

Se trata pues de una mirada que, sin dejarse deslumbrar por los fuegos artificiales del exhibicionismo, busca en cada ocasión lo que no es fugaz, busca al Señor. Nosotros, por eso, como escribe el apóstol Pablo, «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» 

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