lunes, 30 de septiembre de 2013

HOMILIA DÍA DE SAN MIGUEL. MISA DE LAS 19:30

Ser mensajeros de la Alegría

Nos reunimos nuevamente esta tarde para seguir invocando a nuestro patrón. No nos cansamos de acudir a él. En el atardecer de este día, quisiera reflexionar sobre un aspecto crucial en la vida de un cristiano: la alegría. Mucho se ha dicho de la alegría, mucho se busca, pero en general, hay una gran necesidad de alegría en el corazón de los hombres.
Algo está pasando en esta sociedad civilizada nuestra. ¡Hemos perdido la alegría!. Y los cristianos, bebemos de este mal del siglo. Es como un virus, un “andansio”, como solemos decir y nos ha tocado a todos.
Me sorprendió que el pasado miércoles, en el retiro que nos dio nuestro obispo a los curas de la isla, comenzó hablando de la alegría y nos cuestionó muy profundamente. Si hemos perdido la alegría, quizá estemos fuera del camino. Por que la alegría, es inherente al cristiano. Viene en el pack. “Examinaos vosotros mismos si estáis en la fe. Probaos a vosotros mismos. ¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros? ¡A no ser que os encontréis ya reprobados!” 2 Cor 13, 5.
La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tienen otro origen. Es espiritual. G iD
Vamos a hacer un pequeño recorrido por la Biblia, para encontrar las raíces de la alegría cristiana.
La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que El había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos, esta alegría se anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada.
Así Abrahán, nuestro Padres, elegido con miras al cumplimiento futuro de la Promesa, y esperando contra toda esperanza, recibe, en el nacimiento de su hijo Isaac, las primicias proféticas de esta alegría. Tal alegría se encuentra como transfigurada a través de una prueba de muerte, cuando su hijo único le es devuelto vivo, prefiguración de la resurrección de Aquel que ha de venir: el Hijo único de Dios, prometido para un sacrificio redentor. Abrahán exultó ante el pensamiento de ver el Día de Cristo, el Día de la salvación: él "lo vio y se alegró".
La alegría de la salvación se amplía y se comunica luego a lo largo de la historia profética del antiguo Israel. Ella se mantiene y renace indefectiblemente a través de pruebas trágicas debidas a las infidelidades culpables del pueblo elegido y a las persecuciones exteriores que buscaban separarlo de su Dios. Esta alegría siempre amenazada y renaciente, es propia del pueblo nacido de Abrahán.
Se trata siempre de un experiencia exaltante de liberación y restauración -al menos anunciadas- que tienen su origen en el amor misericordioso de Dios para con su pueblo elegido, en cuyo favor El cumple, por pura gracia y poder milagrosos, las promesas de la Alianza. Tal es la alegría de la Promesa mosaica, la cual es como figura de la liberación escatológica que sería realizada por Jesucristo en el contexto pascual de la nueva y eterna Alianza. Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los salmos: la de vivir con Dios y para Dios.
Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de los siglos y en medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del antiguo Israel.
Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo anunciado por el Angel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo, tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como para el pueblo innumerable de todos aquellos que, en el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo. Fue la Virgen María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su Magnificat era ya el himno de exultación de todos los humildes.
Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús, en el curso de su vida terrena. El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Nos habla en parábolas que irradian alegría, como la del hijo pródigo, oveja perdida, dracma perdido. Cuando habla del Reino de Dios, lo compara con una boda o una fiesta.
Sin embargo, nos gustaría poder ahondar más en la alegría de Jesús. San Juan es el que nos lo “desvela”. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: "Tu eres mi hijo amado, mi predilecto".
Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona. Es un conocimiento íntimo el que lo colma: "El Padre me conoce y yo conozco al Padre". Es un intercambio incesante y total: "Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío". El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: "Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del padre". Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su "comida".
Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, bien que para recobrarla". En este sentido, él se alegra de ir al padre.
De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. "Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos".
Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria.

Al comienzo les leía el texto de Corintios que nos pedía que examináramos si estábamos en la fe…Revisemos donde buscamos la alegría. Esto es fundamental. Porque es la alegría que transmitiremos luego. Si es una alegría efímera, nuestro mensaje no valdrá, porque no será creíble. Si está participada del Señor, será una alegría para todo el pueblo, porque es una alegría que no se encuentra por ahí. Es una alegría que suena a infinito, a pleno, a eterno.

Que San Miguel, que contempla la gloria de Dios, nos ayude a seguir muy unidos a Jesús y así irradiar su alegría. ¡Seamos mensajeros de la alegría de Jesús!

1 comentario:

  1. Me ha gustado la homilía y, felicidades en la festividad de San Miguel Patrón de la Isla de la Palma. Herasio.

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