Jn 1,35-42: Hemos encontrado al Mesías.
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
«Este es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
«¿Qué buscáis?».
Ellos le contestaron:
«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?».
Él les dijo:
«Venid y veréis».
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
«Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)».
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
«Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)».
La liturgia en esta semana de Navidad antes de la Epifanía nos ponen hoy este relato tan bonito y tan significativo de la vocación de Pedro. Pero sólo me quedaré o comentaré la frase a modo de título: “hemos encontrado el Mesías”.
Ayer (en la Eucaristía o Misa) comentábamos la importancia del nombre y del nombre de Jesús. El nombre es la identidad de la persona.
En el texto de hoy, en dos momentos, y en continuación con el evangelio de ayer (“éste es el cordero de Dios”), el discípulo utiliza dos títulos de Jesús: Rabí y Mesías. La primera al dirigirse a él, y la segunda al dirigirse a su hermano.
Para mí es una expresión tan significativa:
- hemos encontrado al que anunciaron.
- hemos encontrado al que esperábamos
- hemos encontrado al que nos va a salvar
- hemos encontrado a la luz
- hemos encontrado…
Andrés es capaz de ver en Jesús precisamente lo que significa su nombre.
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