miércoles, 17 de octubre de 2012

Comentario en el día 17 de octubre, "día de la erradicación de la pobreza"

Introducción Las Naciones Unidas han instituido el 16 de octubre como Jornada Mundial de la Alimentación para alertar de que existen todavía una multitud de personas que padecen hambre, a pesar de vivir en una época de abundancia. Un grupo de presión en Internet ha promovido una iniciativa para eliminar esta lacra y nos invita a seguirla. En uno de sus anuncios afirman: Mil millones de personas padecen hambre crónica. En lo que dura este video, dos niños habrán muerto de hambre. Y nos invitan a adherirnos a la iniciativa de firmar la siguiente petición: “Presionad a los responsables políticos para eliminar el hambre. Firmad una petición y promoved acciones allá adonde estéis. Mediante la voz de las Naciones Unidas exhortamos a los gobernantes a dar prioridad absoluta a la erradicación del hambre en el mundo hasta alcanzar este objetivo”. Nos proponen este evangelio: Mt 14, 13-20, multiplicación de los panes y los peces. El comentario de hoy será el que nos propone Cáritas. Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, solo, a un lugar desierto; y cuando las multitudes lo supieron, le siguieron a pie desde las ciudades. Y al desembarcar, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos y sanó a sus enfermos. Al atardecer se le acercaron los discípulos, diciendo: El lugar está desierto y la hora es ya avanzada; despide, pues, a las multitudes para que vayan a las aldeas y se compren alimentos. Pero Jesús les dijo: No hay necesidad de que se vayan; dadles vosotros de comer. Entonces ellos le dijeron: No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces. El les dijo: Traédmelos acá. Y ordenando a la muchedumbre que se recostara sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo los alimentos, y partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la multitud. Y comieron todos y se saciaron. Y recogieron lo que sobró de los pedazos: doce cestas llenas. ¡Sin ninguna duda hay que hacer algo! Pero ¿Qué? ¿Qué hay que hacer? ¡Esta es la cuestión! Como se trata de cambiar el mundo, pensamos enseguida en los gobernantes. Según nuestra mentalidad moderna, pensamos en seguida en poner en marcha nuestros medios jurídicos y políticos: o sea nuestros medios humanos, sin pensar en Dios. Nuestras sociedades ya no viven en la fe. Pensamos que los políticos pueden cambiar la marcha de los acontecimientos. Que legislen para poner fi n a las hambrunas. Pero, ¿cómo podrán hacer unas leyes que todo el mundo considere justas? Y, aunque pudiesen hacer leyes justas, ¿podrán los gobiernos aplicarlas y hacerlas respetar? ¿De qué forma podrán hacer aplicar esas leyes, si los ciudadanos tienen motivaciones injustas? Aquí está el verdadero problema: la disposición interior de cada persona. Si hay mucha gente que se complace con las estructuras injustas, dominadas por el afán de beneficio, y la sed de bienes materiales, ¿qué podrán hacer las leyes? Erradicar el hambre en el mundo no es una cuestión de legislación de los mandatarios. Se trata más bien de promover la justicia, de cambiar nuestro mundo y para eso es preciso cambiar nuestros corazones y mentalidades. Y esto está por encima de los poderes humanos. Por eso hemos de dirigirnos a Dios. Vivir en la fe significa aceptar, hacer sitio a Dios en mi universo. Vivir en la fe significa vivir con Dios, escucharlo, conocerlo, hablar con Él. ¡Y no vivir como si Él no contara! Como si Él no tuviera importancia alguna, como si no nos hiciera falta acatar sus leyes, aunque nos las proponga. La fe nos dice que Dios es el primero en querernos y en querer nuestro bien. Respecto a nuestra preocupación actual, Él está dispuesto a ayudarnos a erradicar el hambre; Él nos da sus bienes en abundancia y quiere nuestra felicidad. Es lo que nos enseña su palabra que acabamos de escuchar. La primera lectura nos enseña: Dios ha puesto a nuestra disposición una buena tierra, llena de recursos naturales. Para aprovechar esta abundancia, solo nos advierte de una condición: «Cuídate de no olvidarte del Señor tu Dios, para cumplir sus mandamientos, sus decretos y sus estatutos que yo te ordeno hoy; no suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas en que habites, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Yahveh tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Deut. 8, 11-14). Nuestros métodos y costumbres consisten en excluir a Dios de nuestra vida diaria. Hoy en día denominamos esta actitud como secularización: ¿Qué tiene que ver Dios con el hambre en la tierra? ¿Produce Él los cereales? ¿Trabaja Él con las cooperativas que abastecen a los grandes almacenes? Y es así como nosotros vamos construyendo nuestro mundo, nuestra economía, nuestra política. Sin Él, sin Dios. El resultado es que, una vez realizadas estas obras hechas solo con nuestras manos, las encontraremos apagadas y vacías, incapaces de garantizar la justicia, la paz y la felicidad. De esta forma estamos edificando un mundo lleno de riquezas y de abundancia, pero que está también lleno de tristeza. Nuestro mundo es un mundo triste y sin alegría. Le falta la sal de Dios. Nuestros mandatarios, responsables e instituciones no pueden darnos esta alegría. En el Evangelio, Jesús da de comer en abundancia a una multitud de personas: panes y peces, sobrando 12 cestas. Cuando nos dirigimos a Dios, Él responde con generosidad. Su principal generosidad, lo sabemos muy bien, es Jesucristo en persona. Él se define como el pan que ha descendido del cielo y que da la vida, es decir, que da la felicidad y la alegría. Él nos ha traído la sal de Dios, para dar el sabor a nuestras obras e instituciones; con Él, nosotros podemos realizar lo que los mandatarios del mundo no pueden hacer: compartir de forma equitativa, dar sabor y alegría a la vida. Dirigirnos a Dios no es solamente rezar y tener buenas ideas. Es también trabajar concretamente en una obra que existe desde hace tiempo. Jesús, después de su resurrección, ha puesto en marcha una obra que nosotros estamos buscando: la ciudad de la paz. Y esta ciudad se está edificando. Él ha sido su impulsor con sus enseñanzas. Después de su resurrección, la fe de sus discípulos ha hecho brotar de la tierra una ciudad nueva de fraternidad: «Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.» (Act. 2, 42-45). Esta es la ciudad de justicia, amor y alegría que estamos buscando. Esta ciudad está en marcha y todos nosotros estamos invitados a trabajar en ella. El texto continua diciendo «Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos». Nosotros somos los que el Señor ha ido añadiendo a la comunidad de los salvados. Esta ciudad no es una ficción del espíritu ni un sueño. Es una comunidad que ha crecido hasta nosotros: la Iglesia. En ella Dios ha reunido a todos los hombres del mundo entero en la justicia, la paz y la alegría. En ella Él ha puesto el corazón y el espíritu nuevo. Si existen mil millones de personas que aún padecen hambre, ciertamente tenemos algo que hacer. Lo primero es cambiar nuestra mentalidad. Debemos mirar hacia adentro y dejarnos penetrar por un Espíritu nuevo. Las personas necesitan una nueva sabiduría para construir un mundo más justo. ¿Dónde encontrar esta nueva sabiduría? Nosotros, que somos sus discípulos y que seguimos comunicándonos con Él en la Eucaristía, tenemos la convicción de que, a menos que nos dejemos llenar del espíritu de Cristo, de sus enseñanzas, y trabajemos en cualquier lugar donde estemos según su Espíritu no habrá justicia ni alegría en la tierra, ni paz entre las naciones. Él es la única sabiduría y la única salvación. Lo mejor que nosotros podemos hacer de verdad es transformarnos en sal de la tierra en Cristo Jesús, para llevar su sabor allá adonde estemos. Anunciaremos así con nuestra vida y testimonio la buena nueva: ¡la obra de la justicia está en marcha! Esta es nuestra esperanza: ¡trabajemos por la justicia! Para cambiar el mundo hay que cambiar a las personas, porque todos los males que padecemos tienen raíces en nuestros corazones. A nuestro Señor y Salvador Jesucristo que nos ha invitado a trabajar por una ciudad santa sea todo honor y alabanza por los siglos de los siglos. Amén

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